Los sueños que sueña
la tierra
Porque así como días tras día
el sol es joven y es viejo,
así mi amor seguirá diciendo siempre lo que ya
ha sido dicho.
Shakespeare, Soneto 76
Lo que primero maravilla de la creación
del taller Huara Huara, fundado en 1984 por Ruth Krauskopf,
es que a partir de allí se haya reestablecido en Chile,
de modo concreto, sistemático, consciente, una forma
de crear que nos regresa a una práctica ancestral, la
cerámica, que sea cual sean las formas que tome, representará
siempre esa fusión única de la tierra, del fuego
y del deseo humano. Al mismo tiempo, Huara Huara le da a sus
cultores todas las posibilidades de expresar también
nuestra contemporaneidad, nuestro tiempo y lo que puede producir
el arte de hoy y del futuro. La antigüedad de esa práctica,
probablemente la más inmemorial de lo humano, ha devenido
un hoy, y Huara Huara se establece así también
como una suerte de monasterio obviamente no religioso, pero
donde, como en cualquier rito sagrado, lo antiguo, lo que se
pierde en el tiempo, el misterio, se encuentra y reactualiza
permanentemente.
En una reciente exposición colectiva del taller Huara
Huara, señalé (malo es citarse pero peor es parafrasearse)
que la cerámica es probablemente el único arte
humano que le da forma a los sueños que sueña
la tierra. También dije que el ceramista expresa algo
sensible que está y no está en él, como
si sobre todo él fuese el punto de encuentro de dos emociones:
la del que mira, modela las piezas, hurga, y aquella de una
historia inmemorial que lo sobrepasa infinitamente y que no
es otra que el deseo del mundo, de su materia, de que escuchemos
el latido de su corazón mudo y sin palabras. El artista
de la cerámica es en realidad un ser modelado por las
emociones de esa tierra, como si estuviera allí para
recoger los infinitos matices de una desnudez que excede al
pensamiento, que es anterior a la mirada, y que está
anclado en el centro del cosmos expresándonos algo que
es más hondo que toda religión y que todo arte:
estamos vivos, somos quizás la última creación
de la tierra, su último sueño, como lo refiere
una de las grandes metáforas que a través del
Génesis bíblico nos ha legado la poesía:
fuimos forjados con ese barro, fuimos hechos a partir de él,
habitamos el mundo porque la tierra modelándonos nos
dio la oportunidad de una existencia posiblemente deslumbrante,
pero con certeza desgarrada.
Nos separamos de la tierra. En un pasado casi inverosímil
las palmas de nuestras manos se separaron del suelo y al erguirnos
y poder mirar así hacia lo alto, se nos otorgaron juntos
el espectáculo de las estrellas y el costo de vislumbrar
que esa mirada significaba comprender también que moriríamos.
Los objetos que hemos modelado después, desde los utensilios
de greda de las culturas arcaicas hasta las creaciones más
experimentales y fulgentes de los grandes ceramistas de hoy,
nos hablan permanentemente de un recuerdo: que el extraño
privilegio de lo humano es ser consciente de la muerte, que
eso significó despegar las manos del suelo, del barro
y de las piedras de la tierra, y que entonces las piezas que
aquí vemos, que estas formas que emergieron del horno,
que estas impresionantes cabezas, en suma, que los objetos de
gres de este libro, han sido hechos solamente porque más
allá de lo que sus extraordinarios creadores nos muestren,
es la tierra la que quiere devolvernos algo de la inmortalidad
que perdimos.
Creo que es eso lo que conmociona de este arte. La cerámica
será siempre una imagen del diálogo de lo inmemorial
de la muerte con la opción permanentemente renovada de
la vida y, en ese sentido, su ejercicio es más hondo
e insondable que lo que pueden exhibirnos los otros géneros
canonizados (y hoy privilegiados) de las artes visuales. Entonces,
modelar las piezas, darles sus colores, someterlas al fundido
del horno, viene a mostrarnos el rito de una sacralidad que
se hunde en el tiempo y que hoy añoramos porque estaba
enraizada profundamente en las cosas, en cada brizna de pasto,
en cada molécula de arcilla, y donde los objetos eran
construidos porque en ellos también se hacía presente
la totalidad del universo. Las manos modelando el barro desde
hace miles y miles de años representaban y continúan
representando hoy las formas del sueño sin formas de
la tierra. Esa tierra nos creó, emergimos de ella, es
ella también la que al hacérsenos presente en
cada una de estas obras nos vuelve a señalar que morir
es igualmente un privilegio porque sin muerte era imposible
que escudriñáramos la vida.
El artista de la cerámica experimenta hoy esa paradoja
exactamente como la experimentó el primer hombre al modelar
el primer objeto. No es extraño, entonces, que los diversos
debates y posturas estéticas, filosóficas, religiosas,
que cruzan nuestro tiempo y la modernidad en general, se hagan
presente de un modo más puro aún en la cerámica
contemporánea: desde las corrientes inspiradas por el
zen o por el arte micénico, hasta las estéticas
más desasosegadas y dramáticas provenientes de
las antiguas culturas precolombinas, por ejemplo, o del expresionismo.
Es la simultaneidad de los infinitos gestos. El artista de hoy,
al crear a través de esta disciplina, es también
el mismo hombre que se alzó, casi como si fuera un sueño,
de la tierra y necesitó modelar un cántaro, una
vasija, un adorno, porque en ese gesto ya estaba contenido el
asombro de su tránsito y de su existencia, es decir,
el asombro de nuestro tránsito y de nuestra existencia.
Es, imagino, en parte eso. El ceramista contemporáneo
es el creador al mismo tiempo que es el objeto creado, al plasmar
sus emociones es plasmado, vale decir, es atravesado, es arrasado
por la emoción de un mundo y de un cosmos que en alguna
parte de él requirió también de lo minúsculo
de nuestras miradas, de nuestras fantasías y temores,
para que fuésemos testigo de todo lo que ignoramos. En
los sueños de la tierra están las improntas de
algo que no accede a las palabras y que seguramente tendría
la forma de un corazón transparente que late. Las maravillosas
piezas surgidas del taller de Huara Huara responden a un llamado
que es en rigor un misterio y que excede todo lo que la palabra
creación o la palabra arte abarquen. Escuchamos ese silencio,
contemplamos el silencio que dejan estas obras después
de ser miradas y sentimos que ese debió haber sido el
silencio que un instante antes precedió a la unión
del barro y de la carne. No puedo sino reiterar esas ideas ahora,
repetirlas, porque me recordaron el fragmento de ese soneto
de Shakespeare citado al comienzo. Es el barro siempre, es el
fuego, es el amor que se plasma una y otra vez sobre el mismo
cuerpo.
Raúl Zurita